Unos quinientos bolos

Hace unos días, una amiga me escribió para decirme que tenía algo escrito pero que no sabía como hacerlo público. Y pensó en mí y en este blog. El caso es que cuando lo leí, pensé ¡qué sabias y bonitas palabras cuenta Sara aquí! No lo dudé en ningún momento y enseguida la contesté para confirmar que estas frases iban a estar plasmadas en un artículo de El Arrabal Musical

A nadie molesta ese grupo de personas a la puerta de un local que ha quedado aislado de otros edificios, en los bajos de las traseras de un campo de fútbol anticuado. Un hombre insomne de los edificios de enfrente, preocupado por la fiebre de su hijo, sale a fumar a la terraza y repara en las figuras, dispersas en una zona de aparcamiento. Ahora hay  trece coches desiguales, dos bicis y la luz amarilla de las farolas. Desde el balcón el hombre no escucha el roce de los saludos, ni respira el olor ácido de la anticipación, ni el sabor de los tragos que se apuran antes de que empiecen los primeros acordes. Al otro lado de la carretera hay un abeto gigante, magnífico y recto, solo, enmarcado en una pared de ladrillo rojo. Más allá un cielo raso, de entretiempo, seguramente otoño. Quizás sea martes.

Dentro, en la sala, un reproductor de cintas emite  una vieja canción conocida por el grupo de habituales. Sobre la barra, el techo es como un cuaderno de bitácora abierto con carteles de las bandas que ya han pasado y pateado el escenario, que ahora permanece en penumbra. A un lado hay un grupo que parece una familia de dos adultos y un chico muy joven que charlan próximos a la barra, echan ojeadas a los instrumentos, no toman nada. Los demás sí, muchas cervezas embotelladas, de tercio, que Carmen va posando en fila sobre el granito marrón.

La chica de flequillo cortado en horizontal hoy está sola y calienta entre sus manos un vaso,  estira su cuello de cisne, y besa una vez en cada mejilla a sus conocidos. Todos la preguntan por el que falta y la contractura de su hombro derecho pellizca un nervio que asciende hasta el cráneo. No sé si va a venir. – responde, y los allegados se marchan a  la barra, y piden más cervezas.

La chica del flequillo se pregunta si carece de entidad suficiente y se da cuenta del espacio de sombra que ha ocupado al lado del que hoy no sabe si va a venir. El local se completa con otras tantas tallas dispersas. Se espera, se charla, se bebe, la cinta sigue girando. En un momento se levanta el olor de los gatos que viven bajo el forjado, o que vivieron allí hace un tiempo. Delante de la ventana opaca hay una planta, y a su lado  el técnico de sonido, inclinándose sobre la mesa, pone en marcha los mandos de la nave.

Unos tipos altos y delgadísimos entran en el local avanzando rápido. Son cinco y caminan en fila llevados por sus piernas de alambre negras, sobre botines negros y sus ojos no se detienen en nadie más pequeño hasta esconderse tras la puerta del camerino. La temperatura sube dos grados en un espacio de tres segundos, y al quinto las individualidades de la familia, y de la chica del flequillo y de otras personas vestidas de oscuro se suman en torno a unos amplificadores que alguien ha encendido y vibran. Ignacio es una sombra al fondo de la barra, oculto tras la columna, y detiene la música de la pletina de una forma que nadie percibe y ya está. Los flacos entran en el escenario: bajo, batería, guitarra, un cantante enloquecido y otro músico que se encarama a un teclado que no es un hammond, pero que da igual. Punto.

Empieza otra cosa. Un ovillo electrificado que va enmarañando rasgueos de cuerdas, bombo y voz avanza desde el escenario al fondo de la sala, donde algunas cajas torácicas reciben el envite. El pulso alargado de las teclas se expande y en el minuto cuatro, al inicio sin pausa de la segunda canción, ya se ha hecho la bola, la burbuja, y solo hay escuetas salidas a la barra para repostar.

Bajo el suelo, la tierra recoge el impacto que no escucha nadie en la ciudad, salvo el abeto al otro lado de la carretera. El abeto, nadie lo sabe, ha logrado insertar una raíz en la tubería del agua que llega hasta los lavabos del piso de arriba, y por ahí asoma a escuchar la música. Y como todo el mundo sabe, los árboles respiran por las hojas, por eso el niño enfermo está entretenido con unos sueños que aún no comprende, y su padre ya ha caído rendido en el sofá. Él se va a perder la llegada del chico ausente, que al final sí llega al concierto, aunque tarde. Y el hombre se perderá otras cosas que suceden después, cosas que le traen sin cuidado pues mañana será un día duro.

El río, que ha permanecido cerca todo este tiempo, ajeno, recogerá después del concierto a los últimos varados que apuran la despedida en la puerta, pues nadie puede irse a dormir con el corazón exaltado. Los espíritus que emergieron de cada canción han quedado prendidos  en el pelo de sus cabezas, viajan a otros lugares de la ciudad, se reproducen en los equipos de los que hoy han comprado el disco. Su rumor dará lugar a evocaciones que durarán años, cuando todo esto termine y las patillas de los músicos de hoy anden campando en otras giras, o calentitos en sus casas de Berkeley, al sol de California. Resonarán aún, cuando la chica del flequillo deje de dudar de su lugar. Y derrumben la sala, el estudio 27, para poner en el campo de fútbol unas gradas más modernas. Y el abeto se haga viejo.

Sara de Juan

Espero que hayáis leído hasta el final y os haya emocionado al igual que a mí. Esto va dedicado a Carmen e Ignacio por todos estos años regentando la sala Estudio 27, regalándonos grandes momentos a los que disfrutamos del Rock and Roll en la ciudad de Burgos.

Sara, ¡mil gracias!

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